Nos calentábamos con el café del desayuno, el sol de la tarde y el amor de la noche. Y sin embargo moríamos desnudos y mojados, como habíamos nacido.
Gritábamos en susurros, nos retorcíamos y nos acercábamos al abismo, aferrándonos a ese muro, clavando cada uña para escalar su espalda y colocar una bandera al final de su cuello.
Y me convertí en un puzzle viviente,
pues él me había marcado sus huellas con fuego y, al alejarse, se llevó todo lo que fui alguna vez.
Ahora sólo soy una caja cerrada, con muchas piezas y pocas luces.